14 octubre 2008

Educar hoy, difícil pero no imposible

Me comentaba el otro día una amiga que tiene tres hijos que en más de una ocasión ella misma, y muchas de las madres con las que habla a menudo, andan algo desesperadas con la prole. “Ya no sé que hacer” es la terrible sentencia que siempre aparece cuando conversan sobre la educación de los niños. Es cierto, el tren de vida que uno está obligado a llevar para poder sobrevivir en este mundo del euro, el ambiente y los planes de estudio escolares han hecho que educar a un hijo hoy sea una tarea harto complicada.

Niños con móvil a los diez años, telebasura a todas horas, pasotismo en las aulas y fuera de ellas convierten a las generaciones de hoy en potenciales seres de agotar la paciencia de cualquier padre. A esto se le añade un sistema educativo en el que la ESO ha empeorado los niveles de exigencia de la EGB (ahora ya no se trata de aprender y estudiar, ahora sólo es cuestión de “entender conceptos” y disfrutar con los bellos dibujos que aparecen en los manuales de cada una de las materias). De “entender” mucho... pero esfuerzo en aprender las asignaturas con rigor académico... poco. Luego también tenemos un profesorado que está harto, harto de comprobar como los nuevos maestros que entran en los colegios tampoco están preparados al 100%, harto de no poder levantar la voz a los alumnos porque de hacerlo luego se presentan los padres con su abogado y una denuncia al canto, etc, etc.

Aun así, pese a todo esto, y a otros muchos factores que no me voy a detener a comentar, la responsabilidad de forjar una educación adecuada para los hijos no debería ser una misión imposible que obligue a tirar la toalla, a dejar que los niños vayan creciendo sin más, sin importarnos si acabarán (al menos) siendo alguien con los pies en el suelo o, exagerando, si veremos sus rostros en las páginas de sucesos de los diarios o con un expediente disciplinario en la primera de las universidades donde logren pupitre. No, no... tener un hijo no es como cuidar los geranios de la terraza, no se trata sólo de regar y verlos crecer, o al menos no debería ser así.

Sin pretender ponerme en plan Bernabé Tierno, Enrique Rojas o Rojas Marcos (lo mío no es la pedagogía ni la psicología, sino cubrir el expediente rellenado esta página con líneas que tengan algo de coherencia)... hay que dejar claro que la educación requiere esfuerzo, dedicación, mano izquierda, exigencia, agradecimiento y perdón. Además de todo ello, también es imprescindible ponerse en el lugar del hijo y conocer muy bien la sociedad en la que nos movemos. No se puede educar un hijo sin saber qué es lo que se cuece en la calle, sin descubrir cómo hablan y de qué hablan nuestros hijos, sin analizar que comportamientos (sean altruistas o dementes) se están fomentando desde todos los prismas de la vida (colegio, amigos, medios de comunicación, empresas, modas...). ¿Y por qué hay que saber todo eso?, ¿o es que no basta con que aprueben las asignaturas en junio y que, al menos, no regresen a casa rozando el coma etílico o con síntomas de haber ingerido alguna pastilla alucinógena?

No, la educación no está en “verlas pasar”, hay que ir siempre por delante, reaccionar después puede ser demasiado tarde. Y también hay que saber cuándo actuar. Chesterton decía que “la única educación eterna es ésta: estar lo bastante seguro de una cosa como para decírsela a un niño”. Si los padres logran conocer el “estado de la cuestión”, es decir, todas aquellas dificultades y barreras que encontrarán sus hijos durante su infancia, pubertad y larga adolescencia (la “edad del pavo” no es la peor, me atrevería a decir que la educación debería empezar desde el quinto biberón) sabrán que camino indicar, que actitudes tendrán que reprobar, que comportamientos habrá que premiar y, sobre todo, nunca se verán sorprendidos por lo inesperado.

(NOVIEMBRE 2003)

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