15 octubre 2008

No es un cuento de Navidad

Lo que voy a contar no es un cuento de Navidad, es una historia real sucedida en el día que escribo estas líneas y que me ha llevado a... pensar. Él es alto y tiene unos 85 años. Lo conocí hace tres años, cuando tuve la oportunidad de compartir muchas horas con él y su mujer en la preparación de un libro en el que su nombre era uno de los principales protagonistas. Hacía meses que no le había visto y cuando me enteré que acababa de entrar en una residencia de ancianos me dieron ganas de verle. Lo busqué y al llamarle por teléfono comprobé que todavía estaba viviendo en su casa, sólo, recién cumplido el primer aniversario de la muerte de su esposa tras sesenta años de feliz matrimonio.

Y fui a verle. Su movilidad seguía siendo muy lenta, pero aun así salió a mi encuentro porque cuando llegué al undécimo piso fue él quien me abrió la puerta del ascensor y me invitó a entrar en su casa, acompañándome hasta la sala de estar a la que llegó apoyándose en cada uno de los muebles. Nos sentamos a charlar y mientras hablábamos me iba fijando en los detalles. Sobre el sofá tenía unos prismáticos con los que me imagino que por las mañanas divisa los cruceros que salen del puerto. Sobre la mesilla creo que había un aparato de rescata personas, esos que te permiten apretar un botón y hablar con la Cruz Roja en caso de urgencia. Y sobre la mesa... el retrato de su mujer, justo en el centro, imagen que a buen seguro contempla en sus momentos de tremenda soledad.

Soledad, esa palabra surgió en varios momentos de nuestra conversación. Me contaba que ahora pasa muchas horas en solitario, que la vida no es lo mismo sin la presencia de su mujer, que aún recordaba cuando la acostaba cada noche en la cama y que jamás oyó de los labios de ella lamento o queja por los dolores que pasó en su último año de vida. Al mismo tiempo me transmitió su alegría y emoción por el hecho de que uno de sus hijos venía una vez al mes a pasar varios días con él, en su misma casa. Desayunaban juntos, iban a comprar el periódico e incluso en alguna ocasión realizaban alguna escapadita para comer en algún pueblo de la isla. Me contó también que la residencia de ancianos en la que iba a entrar en quince días es nuevecita, con muy buen servicio, con una televisión grande y una pequeña nevera en cada habitación.

Cuando este número de No Badis esté en la calle él ya estará en el asilo, eso que ahora llaman Centros de la Tercera Edad. Las miles de fotografías que me enseñó de las aventuras de su vida se quedarán en su casa, los barcos zarparan del puerto sin su despedida y las visitas de sus hijos y nietos al hogar del abuelo ya no se repetirán. Aun así, al salir de su casa pensé que su sencillez en el vivir y su grandeza en el ser son todo un ejemplo a seguir.

Yo mismo había escuchado y escrito muchas de las historias que me fue contando sobre su vida profesional, sobre los éxitos que alcanzó en todas aquellas responsabilidades que ejerció a lo largo de los años... y, sin embargo, fue poco a poco, visita a visita, que me fui dando cuenta de que en realidad la mejor historia fue la que él había protagonizado junto a su mujer...y que era precisamente la historia que se encontraba entre aquellas paredes que en unos días iban a quedarse sin sombras ni ecos.
Por eso quise que el nombre de su mujer apareciera en los agradecimientos de aquel libro, por eso pienso ahora que la mejor historia que puede vivir un hombre es la de compartir con una mujer una vida en plenitud, una historia que ni la soledad ni la ancianidad puedan borrar una sola de sus líneas.

(DICIEMBRE 2003)

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