14 octubre 2008

¿Por qué no hablamos?

En las noches de la Cadena SER se puede escuchar “hablar por hablar”, un tipo de programa que también se ofrece en otras muchas radios y que tiene un formato muy sencillo: los oyentes llaman a la emisora y cuentan las cosas de su vida, sus preocupaciones, sus alegrías, sus triunfos y sus miserias. La verdad es que yo no escucho habitualmente este tipo de programas, simplemente los sintonizo alguna vez cuando regreso tarde a casa los viernes noche y, mientras me tomo mi habitual vaso de leche nocturno y un “pamboli”, necesito oír algo que rompa el silencio de la cocina. Y tras escuchar a los oyentes la conclusión a la que llego al meterme en mi flex siempre es la misma. El programa tiene una denominación equivocada, debería llamarse “¿necesitas hablar?”. No es un nombre de marketing, que suene bien, pero es más real. “Hablar por hablar” es una frase que no me gusta porque rebaja la categoría del ejercicio oral de la palabra, y lo hace precisamente cuando ahora hay mucha gente que no habla, que opta por estar incomunicada, que no se molesta en conversar con los demás y, en muchas ocasiones, sin ser consciente de lo negativo que es vivir sin hablar. Y con esto no me estoy refiriendo a los que están pasando por malos momentos y necesitan algo -aunque sea llamar a una radio- para consolarse. Me refiero a todo el mundo en general, especialmente a las dos últimas generaciones, las que hemos conseguido que cada vez hablemos menos entre nosotros, con nuestros amigos, con nuestra familia e incluso con nuestra novia. Pongo ejemplos. Los viernes por la noche lo que hacemos es buscar como borregos el hacinamiento, pequeños lugares donde nos encontramos con mucha gente con la que sin embargo es muy difícil hablar. La música y el entorno no nos permite mantener conversaciones medianamente asumibles por nuestras cuerdas vocales y por ello nos adentramos en el planeta de los simios, dónde unos y otros sólo conseguimos comunicamos mediante gritos. Y si eso ocurre los viernes, el resto de la semana es la televisión. La tele ha terminado por hundir lo que antes era una tradición diaria, la tertulia familiar. Algo tan básico como tratar con los padres y hermanos lo que sucede en la vida de uno, queda frenado por el telediario y por el resto de la programación basura que pueda venir a continuación. En definitiva, nos dejamos arrastrar, los días de marcha por la gran masa y por locales que precisamente no ayudan a conversar... y entre semana nos arrastramos por el sofá, con el mando a distancia bien a mano, atentos a lo que pueda escupir la tele. También ocurre un tanto de lo mismo en el trabajo, donde sólo nos preocupamos por las tareas que tenemos encomendadas y, en ocasiones, absortos en las mismas, el ritmo nos lleva a que pase el día sin haber hablado de algo más que “pásame un boli” con los que nos acompañan en la oficina. Y es que los que se sientan a nuestro lado también conviven con nosotros, y por ello también pueden necesitar de nuestro apoyo, apoyo que muchas veces se concreta en una franca y relajada conversación. En fin, con todo esto no digo que tengamos que tirar la televisión por el balcón, no salir los viernes por la noche y pasar la jornada laboral en el bar más cercano a nuestras oficinas. Pero es evidente que algo de todo esto es una realidad en nuestra sociedad de hoy. No sé si será el ritmo de vida o que las personas estamos cambiando, pero hablamos menos, la charla distendida con los amigos y con la familia ya no es un hábito, es casi un milagro cuando ésta se produce. Quizá por eso echo mucho de menos a mis abuelos, grandes conversadores, maestros de mi juventud.

(NOVIEMBRE 2001)

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