14 octubre 2008

Contrastes sobre las vias del tren

Ocurrió este verano. Volvía de una boda en Gerona y tomaba el tren de regreso hacia Barcelona. En mi vagón aparecieron un grupo de cinco americanos y un japonés. Todos ellos venían de visitar Francia y no era precisamente uno de esos grupos de turistas que van en primera clase, sino que a sus espaldas cargaban sus mochilas y tiendas de campaña. Lo que más me llamó la atención eran sus ganas y sus formas de viajar. Nada más pillar asiento, tres de ellos sacaron de su mochila su respectivo diario de viajes, un libro grueso de páginas blancas en el que iban escribiendo las impresiones de lo que veían de la Europa que iban descubriendo. Impresionaba verles escribir a mano, con el traqueteo del tren como banda sonora, ensimismados en sus relatos, llenando hojas blancas con sus recuerdos, con las vivencias de los lugares ya recorridos. El japonés que se sentó a mi lado optaba por leer su guía de Europa para ver qué ponía sobre Gerona, al mismo tiempo que observaba atentamente los paisajes que nos brindaba nuestra ventana. Un poco más alejado de mí, otro del grupo conectó con un español y lo hizo para preguntar dudas sobre nuestro idioma.

Al llegar a la estación de Sans en Barcelona tomé otro tren para ir al aeropuerto. Otro tren, otro vagón y otro grupo de turistas sentado a mi lado. Pero esta vez el contraste fue brutal, esperpéntico, triste. En esta ocasión se trataba de dos chicas y un chico españoles que rondaban los 18 años. Cada uno de ellos tenía también su mochila. En este grupo fue el chico el que sacó una carpeta llena de folios. Y pensé, vaya, otro turista escritor. Pero no, mi gozo en un pozo. Este grupo era totalmente diferente al del tren anterior. Los tres se dirigían al aeropuerto para tomar un avión con destino a una ciudad española en la que se iba a celebrar... sí, lo digo... un concierto de Operación Triunfo. Me niego a transcribir aquí alguno de los diálogos que llegaron a mis oídos, pero sí puedo contar lo que vieron mis ojos. El chico en cuestión estaba escribiendo en un papel una dedicatoria particular para cada uno de los miembros de Operación Triunfo, una dedicatoria personalísima que soñaba con entregar en persona a alguna de las nuevas estrellas de nuestro panorama musical. Una de las chicas tenía planeada comprar un ramo de flores para entregárselo a Manu Tenorio... y la otra agarraba con fuerza su máquina de fotos jurando por sus padres que iba a conseguir una foto con Bisbal. En fin, podría entrar en más detalles de lo que pasó en aquel vagón, pero no lo haré porque se puede imaginar sin que lo cuente aquí.

El contraste fue tan grande que me dio para pensar un rato en mi vuelo Barcelona-Palma. Me dio para pensar que es una pena que algunos no sepan encontrar dónde están las cosas verdaderamente interesantes de la vida que nos rodea y que nos acoge. Me dio para pensar que quizá algunos abandonarán esta tierra sin haber disfrutado de los paisajes de un viaje, sin haber descubierto la cultura de un lugar (o de su propio lugar) y sin haber aprendido cómo viven y cómo son las gentes que visitamos o la gente que nos rodea. La cultura no está sólo en los libros, sino también en saber vivir. No voy a entrar en si merece la pena ser fan de los chicos de Operación Triunfo, pues hay gustos para todos y todo es respetable... pero la comparación de los pasajeros que me encontré en aquella mañana de domingo me demostró que hay formas muy diferentes de saborear la vida. Una nos lleva a mirar por la ventana, a conocer a la gente, a descubrir los lugares, a apreciar los paisajes, a recordar lo vivido. La otra, nos lleva directamente a la superfluo, a lo banal, a lo artificial, a lo insípido.

Y es que no es fácil parar y detenerse a pensar que es lo que realmente merece la pena vivir, ver, leer, hacer... no es fácil porque recibimos tantísimos impactos externos que en ocasiones nos nublan lo interesante de la vida. Poder vivir es un privilegio y una suerte que en ocasiones la reducimos al “vivir de las plantas”, vegetando... pero vivir bien es algo diferente, que requiere dos cosas, saber ser y saber valorar. Y me paro aquí, porque si viajar en tren me lleva a reflexiones tan profundas no sé que será cuando llegue a los 70 años. Gracias a Dios todavía me quedan muchas vías que recorrer y muchas estaciones en las que detenerme.

(NOVIEMBRE 2002)

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