14 octubre 2008

La noche del viernes

Parece mentira como la juventud de hoy (bueno, en realidad esto ha ocurrido siempre) busca con desespero la llegada del fin de semana y más concretamente la noche del viernes, que es cuando parece que por aquí la gente se desfoga más en las calles, bares y discotecas. Los lunes es cuando se hace el balance con los amigos de la “cosecha” lograda durante el fin de semana y es en los miércoles y jueves cuando uno ya comienza a dirigir sus pensamientos hacia el plan del viernes noche. ¿Y todo para qué?. ¿Se logra algo además del “pasarlo bien”?. La respuesta generalmente es no, y la conclusión más rotunda y real a la que se suele llegar es a la de la gran cantidad de pelas que uno puede gastarse en una sola noche, no te digo ya, si encima se está en plan generoso y se dedica uno a invitar inconscientemente al personal.

La ceremonia siempre es la misma para los que no tienen mini-bar ni piso propio: visita al Syp o al Carrefour para comprar unas cuantas botellas de alcohol, vasos de plástico y cubitos de gasolinera. Luego está la primera gran parada en el Moll Vell del puerto -con vistas al mar y a la Catedral-, copa tras copa, visita a la Lonja para quien todavía vaya por allí y directos al Paseo Marítimo. El protocolo como se ve es muy sencillo y el único “mal trago” que uno puede encontrarse a lo largo de la noche es el de tener que soplar un alcoholímetro... y como consecuencia, ir contando los billetes para Tráfico. Y repito la pregunta, ¿todo esto para qué?. Y es que -no sé si os pasará a vosotros- al final uno siempre acaba encontrando por cualquier lugar por donde va a la misma gente de siempre, las mismas caras, la misma música y ese mismo porcentaje de tontos que nunca desearíamos ver precisamente en un viernes noche y al que, por educación, saludamos.

Y no sólo eso, luego aparece a última hora de la noche el gusto por el asqueroso hacinamiento, el absurdo deseo (por el que incluso llegamos a pagar) de formar parte de la gran marabunta, encontrando a muchos que ya no están en condiciones de verle a uno y a otros a los que ni nosotros mismos estamos en condiciones de oler, por la peste que echan. Pero ahí estamos cada viernes, al pie del cañón, sin perder comba, con la copa en la mano y esperando a que la noche nos traiga alguna novedad inesperada, novedad que por otro lado nunca llega.

Los viernes nos consideramos por lo tanto hombres libres, hombres que se olvidan de su vida cotidiana, hombres que se mueven en un tipo de libertad que José Miguel Monzón, el Gran Wyoming, definía de la siguiente manera: “Los seres humanos sólo son libres cuando se difuminan en el anonimato de las multitudes. Es ahí y solamente ahí donde son capaces de despojarse de toda atadura cultural, de todo prejuicio, de todo convencionalismo, para embrutecer y llegar a la esencia, para contactar con el origen animal, para liberar la bestia que con gran esfuerzo y sacrificio se logra ocultar durante la mayor parte del día, haciendo posible la convivencia humana”.

Y es que, queramos o no, parece que paseamos otra personalidad cuando salimos por la noche, uno ya no sólo sale bien arregladito, sino que además llevamos a nuestro otro yo, el del simpaticón, el del tipo que saluda a todo kiski. Es cuando desarrollamos la curiosa y momentánea facultad de saludar a muchos que al lunes o al martes siguiente -si se da el caso de cruzarnos con ellos por la calle- tendrán como saludo la más absoluta de las ignorancias.

Es este el ciclo vital que impera en la juventud de hoy y al que la gran mayoría estamos abonados, no vaya a ser que luego a uno le tachen de raro o asocial. Yo por eso muchas veces me planteo al finalizar mi noche de viernes si el “esfuerzo” ha merecido la pena, si la inversión (esto no lo pongo entre comillas) ha sido rentable y si el tiempo lo he aprovechado realmente. Y la conclusión, en una gran mayoría de noches, es que no, que quizá es hora de buscar otros caminos, otro tipo de entretenimientos, otras evasiones distintas para huir de la cotidianidad semanal. Por eso mismo en la tarde del viernes muchas veces miro mi estantería para ver los libros pendientes de leer y también abro mi mapa de carreteras para comprobar la cantidad de sitios que me quedan por descubrir de nuestra maravillosa tierra. Será cuestión de planteármelo seriamente, sin esperar al viernes.

(MARZO 2001)

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